Cuando Alaska pudo pasar a manos de un príncipe de Liechtenstein

Cuando Alaska pudo pasar a manos de un príncipe de Liechtenstein

Tratándose de Putin y Trump , no cabría sorprenderse si el autócrata ruso comienza su encuentro de este viernes con el presidente estadounidense exigiéndole que le enseñe el recibo de la compra de Alaska por parte de Washington , en 1867. Más que nada por que el inquilino del Kremlin aplaque toda desconfianza y no caiga en la tentación de amenazar a su interlocutor con un deseo súbito de hacerse con el enorme territorio semihelado que hasta esa fecha formó parte del viejo imperio zarista.

Sabido es que el zar Alejandro II , obligado por la extrema necesidad, le vendió a la Casa Blanca lo que entonces se llamaba la América rusa , territorio que hoy conforma Alaska, el estado de mayor tamaño de EEUU, con una superficie total de 1.717.854 km². Fue aquélla probablemente la venta territorial más ventajosa para el comprador de toda la Historia . Y resultó una auténtica ganga. La transacción se cerró por apenas 7,2 millones de dólares, que los expertos concluyen equivaldrían al cambio a unos 132 millones actuales . Si se tiene en cuenta que enseguida se localizaron fabulosas minas de oro y que en el subsuelo hay yacimientos de petróleo y gas para aburrir, por no hablar de otros infinitos recursos naturales en la zona, queda claro que Washington hizo un negocio fabuloso que ya le habría gustado rubricar al propio Trump, un mercader metido a político que se relame con el tintineo de las monedas chocando unas con otras.

Lo que no es tan conocido es que la primera opción del zar ruso no fue venderle aquellas tierras americanas a EEUU, sino que tanteó antes a otro soberano europeo, el príncipe Juan II ‘el bueno’ de Liechtenstein , diminuto Estado centroeuropeo enclavado entre Suiza y Austria , último vestigio vivo del Sacro Imperio Germánico. La historia parece tan increíble que sólo cabría considerarla una fake news o un rumor si no fuera porque, a raíz de que se empezara a hablar de ella hace algunos años por parte de varios historiadores y fuera objeto de especulación sobre todo en un documental de la televisión pública suiza, salió a la palestra el actual soberano de Liechtenstein, Hans Adam II , para confirmar que, en efecto, el asunto es verídico y que en la familia principesca se ha hablado de ello de generación en generación.

Pocos detalles se conocen de esta fascinante leyenda, porque no existe ningún documento en el que se recoja la propuesta de Alejandro II al príncipe centroeuropeo. Bien porque sólo respondiera a un ofrecimiento oral, bien porque los papeles desaparecieran durante el traslado de los archivos de los Liechtenstein en la Segunda Guerra Mundial. En todo caso, la empresa no se antojaba nada sencilla. Liechtenstein, con 160 kilómetros cuadrados, es el sexto país independiente más pequeño del globo : su tamaño es casi 11.000 veces menor que el de la que habría sido su colonia , Alaska. Y la distancia de Vaduz de aquellas tierras es nada menos que de 8.700 kilómetros. Así pues, todo indica que en aquella idea había mucho de locura.

¿Cómo iba a defender el principado su soberanía sobre la Rusia americana con tantas potencias al acecho, interesadas en sus fronteras? Aunque lo más llamativo es que la versión difundida indica que si Juan II de Liechtenstein le dio calabazas al zar de todas las Rusias fue porque, aunque le sobrara el dinero para comprar no una sino mil Alaskas, le pareció un negocio sin sentido , ya que entonces se creía que allí no había más beneficio del que proporcionaban las pieles de nutrias , manufactura que a Vaduz le importaba entre poco y nada.

La necesidad de vender del Palacio de San Petersburgo se había desencadenado con la derrota rusa en la Guerra de Crimea , en 1856, frente a la alianza que establecieron el Imperio otomano, Francia, Inglaterra y el Reino de Cerdeña. Aquello marcó un punto de inflexión para la Rusia de los zares, que quedó muy debilitada ante Europa en lo político y lo diplomático. Y, sobre todo, dejó las arcas con telarañas . El zar necesitaba hacer caja a toda costa.

La aventura americana de Moscú había comenzado a comienzos del siglo XVIII con los delirios expansionistas de Pedro I el Grande , cuando los límites del Pacífico se consideraban a tiro de piedra, y siguieron con las incursiones de corporaciones semiprivadas autorizadas por Catalina II . Rusia llegó a controlar en la época de la carrera entre imperios las tierras septentrionales de América que dominaban, entre otros, los pueblos aleutas, pero también otros lugares, como parte de la Alta California . La colonización rusa, en todo caso, fue muy sui generis . De hecho, en la actual Alaska nunca hubo muchos rusos instalados.

Volviendo a Alejandro II y a su mala situación tras la mencionada Guerra de Crimea, el zar temía que Inglaterra , que controlaba Canadá como una de sus muchas colonias en el orbe, apretara y aprovechara la coyuntura para hacerse con la Rusia americana, colocándose así prácticamente a un paso de la geografía rusa. Ese temor, unido a la necesidad de fondos, llevó al zar en diciembre de 1866 a tomar la decisión de vender el terruño, por mucho que le doliera deshacerse de una región que proporcionaba las pieles más alabadas de la época. Las negociaciones para la transacción con Estados Unidos apenas duraron cinco meses, con unas negociaciones dirigidas por el entonces secretario de Estado William H. Seward . El Senado estadounidense ratificó sin dudar la compraventa, que fue ratificada en mayo de 1867 por el presidente Andrew Johnson .

Desconocemos en qué momento exacto hablaron del asunto el zar y el príncipe de Liechtenstein, quién sabe si con unos cuántos chupitos de vodka en el cuerpo. Y mucho más en qué momento el segundo se tiró de los pelos al darse cuenta de que había perdido un formidable tesoro a precio de ganga .

¿Se hablaría hoy en alemán en Alaska? ¿Sería